La marea de La Culebra recorre la sierra en su segundo
encuentro moviendo una agradable brisa de optimismo ante el asombro de
habitantes, visitantes y organizadores.
Desde Huelva a Elche, de Madrid a Barcelona, de Sevilla a
Santander, de Valladolid a Galicia, entre otros muchos lugares, se escuchó la
llamada lobuna de repoblación. Alrededor de 60 personas comenzaron este
encuentro en las antiguas mazmorras del castillo de Puebla de Sanabria, hoy
convertidas en salón de actos. Allí tuvieron lugar las presentaciones antes de
una visita a pie por las intrincadas callejas de la villa con regusto medieval
y serrano.
Camuflados entre los turistas que llenaban el casco viejo de
Puebla durante los soleados días del puente del Pilar, poco a poco, los
repobladores se deslizaron a las orillas del Tera, concretamente al enclave de
La Chopera, lugar privilegiado para los baños veraniegos. Allí el queso
artesano de Extremadura se mezcló con el chorizo de Zamora, el pan de Mombuey y
sus empanadas con las ensaladas de todos los colores, las tortillas de patata
–alguna incluso hecha con calabaza- con trozos de bocadillos de todos los
tamaños, el vino iba para un lado y por otro venía la sidra y el agua, los
dulces con aires morunos y sevillanos bañados en miel se juntaban con las
porciones de una imponente tarta de chocolate… cada uno iba picando de las
viandas de sus vecinos y repartiendo las suyas.
Las horas en el reloj iban demasiado deprisa para conseguir
retenerlas y que cundiesen más las palabras. Con un alegre retraso que no se
perdería en los dos días que duró el encuentro, la caravana de treinta coches
de todos los colores y modelos culebreando por las estrechas carreteras
comarcales comenzó su marcha hacia Rihonor, un pueblo partido en dos
literalmente por la frontera entre España y Portugal.
Era el momento de visitar a nuestros vizinhos e irmaos
(vecinos y hermanos) potuguesiños. Paseo por las riberas del río Comtesa y un
pequeño tentempié en una taberna situada junto a un puente de piedra imponente
y con aires romanos. En ese momento llegó la periodista de La Opinión de Zamora
a dar fe del encuentro. La señora María, con más de ochenta ‘castañas’ a sus
espaldas se reía abiertamente con los visitantes, las fotografías y las
anécdotas. Antes de marcharse a regar la huerta comentaba sin cambiar su
semblante risueño que ‘esto para mí es como un día de fiesta de cuando yo era
moza y habíamos tantos como ahora de vuestra edad en este pueblo’.
Con el consabido retraso llegó la marea a la piscina fluvial
de Riomanzanas y al más puro estilo piel roja comenzó una asamblea todos
sentados en un gran círculo. Cada uno cogía el báculo de mando –una retorcida y
seca rama de álamo- se situaba en medio y daba rienda suelta a sus inquietudes.
Posteriormente decidía su continuador y le entregaba el báculo.
Caía el sol por la sierra y arreciaba el frío. Poco a poco
el círculo se iba cerrando y se notaba el calor entre unos y otros. Aunque
pueda parecer una licencia poética hasta para el propio cronista, la realidad
fue que el círculo terminó cerrándose en un multitudinario, improvisado y
jaleoso abrazo.
Comienza el segundo día
Desde los refugios de montaña, desde las caravanas, desde
las tiendas de campaña, desde viviendas tradicionales, con el relente de la
mañana se levantó poco a poco, sin prisas, la caravana de repobladores. A lo
largo de una hora, con el alegre retraso del día anterior, comenzaron a llegar
al recoleto pueblo de Flechas.
Llegó el momento de robarle tiempo al tiempo. Se imponía
ante el excepcional ambiente romper el programa. Y justo en medio de este
pensamiento cruza el vendedor de comestibles con su supermercado a cuestas a la
manera de los caracoles. Abre sus entrañas y se llenan las despensas. Si ayer
acabaron con las cocacolas y las Sagres en Rihonor hoy los repobladores dan con
las existencias de pan, embutidos y casi toda la fruta en Flechas.
En las mesas de una pradera, al frescor del recio río
Cabrón, bajo las sombras de centenarios castaños, de nuevo, una improvisada y
compartida ‘yantarada’. Los niños volvieron a hacer moverse los chirriosos
columpios parados desde agosto, las tertulias buscaban sus grupos de entre 10 y
15 personas y los más nocturnos echaban sus siestas sobre mantas que los
resguardaban de la humedad del suelo.
Y Sylvaine propuso dejar la visita al conjunto histórico de
Villardeciervos y enseñarnos la playa de su primer verano en La Culebra. Allí
los más mayores, para soltar su adrenalina, como si volviesen a ser chiquillos
comenzaron a hacer volar piedras planas sobre la superficie del agua –‘hacer
volanderas’-. Luego los niños les emularon. El testigo ya estaba dado
inconscientemente. Daba pena que se comenzase a ver el final del encuentro.
Costaba ir hasta la despedida aunque todavía faltasen tres horas. ¡Quedaban
tantas cosas por decir!
El robledal de La Veiga en Villanueva de Valrojo era el
lugar decidido para degustar el plato estrella de Teófilo Llamas -Teo-, el
cocinero oficial del Proyecto Sierra de la Culebra: sus suculentas y diferentes
sopas de ajo.
-¿Pero estas sopas llevan algo de carne, no?
-Bueno, un poquito -, y muestra Teo inocentemente un trozo
de jamón con su hueso que supera el kilo de peso ante las carcajadas de los
todavía hambrientos comensales, que terminaban de dar cuenta a varias y
surtidas tablas de ‘chorizo criollo’.
De la gran cazuela de más de medio metro de diámetro se
comieron sopas de ajo a lo Teo a discreción y las que sobraron se repartieron
entre los asistentes. Algunos las degustaron después de la fiesta que se
celebró hasta altas horas de la madrugada en el refugio de montaña de Ferreras
de Arriba antes de irse a dormir.
Ya de mañana y muchos casi de tarde emprendieron su regreso
a sus hogares urbanos no sin poder evitar una mirada hacia atrás y un deseo
confesable de convertirse en repoblador. Justo en ese momento y lugar, en esa
curva donde se deja ver la silueta azul de La Culebra, desde uno de los
cuestos, vigilante y mimetizado con las urces, un lobo disfrazado de humano y
con corazón flamenco no puede evitar sonreír al ver en las traseras de sus
vehículos la elegante figura de Signatus –sobre pegatina de vinilo- aullando su
pena y su alegría a partes iguales y plenamente convencido que todos, los que
se van, y los que se quedan, y los que vendrán (para más o menos tiempo, eso da
igual), y también los que siempre están aunque sea en la distancia, todos,
forman parte de una manada de Signatus que no para de crecer, como le contaban
que ocurría bajo la luna hace ya muchos años, en el tiempo de sus abuelos y
bisabuelos.
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