"Si nuestras piernas ocupan más de la mitad de nuestro cuerpo quiere decir que estamos diseñados anatómicamente para caminar" Daniel Boyano Sotillo
Caminar es en sí mismo el acto voluntario más parecido a los ritmos involuntarios del cuerpo, a la respiración y al latido del corazón, y más si se hace en compañía del hijo de los lobos, Marcos Rodríguez Pantoja ya que el conforma el ideal de vida que consiste en conjugar la excelencia con la humildad y discreción.
Caminar y escalar supone la máxima adaptación a las rugosidades de la superficie del planeta, del terreno. Con agilidad y con ciertas astucias o técnicas, consigues adaptarte al máximo a la Tierra. Es la adaptación más completa que puede haber, pues estás en consonancia con lo que solicita el terreno, con lo que pide el paisaje.
El caminar supone recorrer el paisaje, primero tenerlo delante, atravesarlo, y después tenerlo detrás. Caminar no es más que una adaptación activa. Fíjate en la cordialidad que se presenta al pasear al lado de un roble. Lo miras y lo admiras. Si estamos por otras historias, el roble puede significar un estorbo, un impedimento, o simplemente, ser inexistente para nosotros.
Caminar es la primera cosa que un niño quiere hacer y la última que una persona mayor desea renunciar. Caminar es el ejercicio que no necesita tener gimnasio. Es la prescripción sin medicina, el control de peso sin dieta, y el cosmético que no puede encontrarse en una farmacia. Es el tranquilizante sin pastillas, la terapia sin un psicoanalista, y el ocio que no cuesta un céntimo. Y además, no contamina, consume pocos recursos naturales y es altamente eficiente. Caminar es conveniente, no necesita equipamiento especial, es auto-regulable e intrínsecamente seguro. Caminar es tan natural como respirar.
La filosofía del caminar tiene orígenes lejanos. Hunde sus raíces hasta la Biblia misma, según relata el académico británico Merlin Coverley en su obra El arte de deambular. Jesús y Mahoma fueron también grandes caminantes. Pero las virtudes de andar no se reducen a textos religiosos y leyendas. Sócrates, en el siglo V a.C., fue un “filósofo caminante”. Ya entonces sabían que los pensamientos brotan más fácilmente al deambular. Aristóteles y sus seguidores, los peripatéticos, también paseaban para despertar su intelecto.
La lista de filósofos que asociaron sus pies a sus pensamientos es inacabable. Lo hizo Hobbes, Kant, Rousseau, De Quency… y también Kierkegaard. En 1847 el existencialista danés escribió una carta a Henrietta Lund en la que decía:
“Lo más importante es que no pierdas tu deseo de caminar. Todos los días me llevo caminando hacia un estado de bienestar y del mismo modo, caminando, me alejo de la enfermedad. He andado hasta mis mejores pensamientos y jamás he encontrado un pensamiento tan pesado que el caminar no pudiera ahuyentar”.
Nietzsche decía que permanecer sentado, sin moverse, era un pecado contra el Espíritu Santo y que los pensamientos más valiosos surgían al caminar. Las ideas que escribió en Así habló Zaratustra proceden de largas horas deambulando por las colinas italianas de Rapallo, según Coverley. El filósofo escribió en La gaya ciencia (1882): ‘No escribo solo con la mano. El pie siempre quiere escribir también’ y, seis años más tarde, en una carta a Georg Brandes, redactó: ‘Profundo estado de inspiración. Todo concebido en el camino, durante largas marchas. Extrema elasticidad y plenitud corporal’.
El hábito de caminar a solas en la naturaleza para escapar del ruido ha sido vanagloriado por muchos filósofos. No solo por Nietzsche. También lo hicieron Rousseau o Thoreau. El estadounidense llegó incluso a huir de la civilización y se refugió, durante dos años, en una cabaña literaria. Allí escribió Walden y desde allí salía cada día, durante cuatro horas, a caminar por el bosque
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