Paseando una tarde de otoño entre los carballos y los castaños del bosque que rodea mi pueblo, observando toda la diversidad de mi alrededor, los diferentes faleitos, las setas multicolores, boletus, cucurriles y senderuelas y apañando alguna que otra castaña, empecé a tomar conciencia de los ruidos de los pájaros, las huellas de los corzos, desechos de zorros y otras alimañas, arañas, moscas, y multitud de pequeños seres vivos que habitan en este mundo. Entonces, en ese momento, recordé una conversación con mi abuela muchos años atrás. Esa abuela que me enseñó a ver con ojos de niño todo a pesar de la edad, aquella que me reñía cuando me engarrapitaba a las manzanales. Aquella que me enseñó tantas cosas y a la que echo tanto de menos.
Volvíamos mi hermano pequeño y yo del colegio. El menda, cabreado, cabizbajo porque me había engarriao con un chico de la Puebla con el que no me entendía, y para colmo la profesora nos castigó con un feixe de tareas. Llovía y hacía frío. Mis pies se habían quedado sin dedos y mi hermano pequeño no hacía más que molestarme. Todo me parecía horrible. Al llegar a casa me encontré con mi abuela que notó mi estado de ánimo a la legua. Pero ella sabía cómo hacerme olvidar un pésimo día.
“-Si pudieras elegir un objeto mágico, ¿cuál elegiríais? Un objeto que no pudiese hacer maldades, ni marumacas, que hiciese el mundo más bonito y bello. Pero que siguiese manteniendo su función. - Este era el tipo de preguntas que solía hacer mi abuela, preguntas que te hacían pensar y pensar.
-Un objeto como… ¿una varita mágica?- dijo el argabuyo de mi hermano.
-Sí, pero ¿qué es lo que hace una varita que no es mágica? Yo me refiero a algo como una olla que si no es mágica en ella hacemos la comida y si es mágica nunca se acaba esa comida y así podríamos alimentar a todos los embruyos y rapaces del mundo. – Continuó mi abuela.
-Ja, ja, ja, seguro que al ver tanta comida alguno se engullipa.
-Una escoba,- salté yo- una escoba con la que limpiar todas las cosas malas del mundo. Limpiaría el colegio, el frío, mis dedos congelados. Limpiaría al Sebastián, que por su culpa me han “castigao”.
-Sí, está muy bien, porque entonces con esa escoba también podrías barrer el egoísmo, la maldad, la contaminación…pero entonces también barrerías las flores, la nieve, las parvuletas…
-¿Sabéis qué elegiría yo?- volvió a preguntar la abuela- Yo elegiría un abanico. Un abanico en el que cada vez que abanicase creara vida bella. Un abanico en el que pensara “colores”, y en cada ráfaga de aire se creara el rojo, el amarillo,
el azul y el violeta. O cuando dijera, árboles, creara los humeiros, escanfreixos, el sabugueiro y otros mil que poblasen la tierra de verdor. Un abanico que creara música con cada movimiento. Que creara a Bach, a los Rolling, a Camarón, a Julio Prada. Un abanico con el que poder crear mil razas de hombres; blancos, negros, chinos, indios.
-Sí, sí, pero también azules y con cuatro brazos, con antenas, con pezuñas o monstruos suaves y peludos que fuesen nuestros amigos, y a los alienígenas y miles de talanqueiras. –Interrumpió mi hermano.
-Un abanico que creara alegría, paz, felicidad, armonía y todas las cosas buenas y dulces que hay en la vida.
-Pero abuela, todo eso ya está inventado, bueno casi todo que los hombres azules y los monstruos de mi hermano no están inventados.
Entonces, ella cerró los ojos, sonrió con una sonrisa llena de tristeza y suspiró. Así permaneció durante lo que a mi hermano y a mí nos pareció una eternidad, pero sabíamos que no debíamos interrumpir sus pensamientos, pues algo importante estaba a punto de decirnos.
-Acordaos. El ser humano va cambiando, evoluciona y junto a él va cambiando el paisaje, el clima, las costumbres. En mi vida he ido observando como poco a poco se va destruyendo los bosques, los polos, las relaciones humanas y otras cosas bellas. La tecnología nos invade y la soledad nos rodea. Desgraciadamente, llegará el día en el que os acordéis de mi abanico de colores.”
Aquella tarde de otoño volví a recordar a mi abuela y a su abanico. Es cierto que dentro de nuestro paraíso, seguía habiendo vida. Miles de vidas diminutas y maravillosas. Miles de emociones que hacían que viese a mi abuela abanicando y nombrando cada árbol, cada animal, cada aroma. Pero me entristecía pensar que el abanico de mi abuela se había quedado en esos rincones. Al volver a mi ciudad empecé a ver las fábricas que echaban humos, los coches, los atascos, los gruñidos… y desee que mi abuela siguiese abanicando tras mis pasos, con sus mejores deseos e imaginación mientras yo con mi escoba barría aquella deshumanización.
María Almaraz García
Volvíamos mi hermano pequeño y yo del colegio. El menda, cabreado, cabizbajo porque me había engarriao con un chico de la Puebla con el que no me entendía, y para colmo la profesora nos castigó con un feixe de tareas. Llovía y hacía frío. Mis pies se habían quedado sin dedos y mi hermano pequeño no hacía más que molestarme. Todo me parecía horrible. Al llegar a casa me encontré con mi abuela que notó mi estado de ánimo a la legua. Pero ella sabía cómo hacerme olvidar un pésimo día.
“-Si pudieras elegir un objeto mágico, ¿cuál elegiríais? Un objeto que no pudiese hacer maldades, ni marumacas, que hiciese el mundo más bonito y bello. Pero que siguiese manteniendo su función. - Este era el tipo de preguntas que solía hacer mi abuela, preguntas que te hacían pensar y pensar.
-Un objeto como… ¿una varita mágica?- dijo el argabuyo de mi hermano.
-Sí, pero ¿qué es lo que hace una varita que no es mágica? Yo me refiero a algo como una olla que si no es mágica en ella hacemos la comida y si es mágica nunca se acaba esa comida y así podríamos alimentar a todos los embruyos y rapaces del mundo. – Continuó mi abuela.
-Ja, ja, ja, seguro que al ver tanta comida alguno se engullipa.
-Una escoba,- salté yo- una escoba con la que limpiar todas las cosas malas del mundo. Limpiaría el colegio, el frío, mis dedos congelados. Limpiaría al Sebastián, que por su culpa me han “castigao”.
-Sí, está muy bien, porque entonces con esa escoba también podrías barrer el egoísmo, la maldad, la contaminación…pero entonces también barrerías las flores, la nieve, las parvuletas…
-¿Sabéis qué elegiría yo?- volvió a preguntar la abuela- Yo elegiría un abanico. Un abanico en el que cada vez que abanicase creara vida bella. Un abanico en el que pensara “colores”, y en cada ráfaga de aire se creara el rojo, el amarillo,
el azul y el violeta. O cuando dijera, árboles, creara los humeiros, escanfreixos, el sabugueiro y otros mil que poblasen la tierra de verdor. Un abanico que creara música con cada movimiento. Que creara a Bach, a los Rolling, a Camarón, a Julio Prada. Un abanico con el que poder crear mil razas de hombres; blancos, negros, chinos, indios.
-Sí, sí, pero también azules y con cuatro brazos, con antenas, con pezuñas o monstruos suaves y peludos que fuesen nuestros amigos, y a los alienígenas y miles de talanqueiras. –Interrumpió mi hermano.
-Un abanico que creara alegría, paz, felicidad, armonía y todas las cosas buenas y dulces que hay en la vida.
-Pero abuela, todo eso ya está inventado, bueno casi todo que los hombres azules y los monstruos de mi hermano no están inventados.
Entonces, ella cerró los ojos, sonrió con una sonrisa llena de tristeza y suspiró. Así permaneció durante lo que a mi hermano y a mí nos pareció una eternidad, pero sabíamos que no debíamos interrumpir sus pensamientos, pues algo importante estaba a punto de decirnos.
-Acordaos. El ser humano va cambiando, evoluciona y junto a él va cambiando el paisaje, el clima, las costumbres. En mi vida he ido observando como poco a poco se va destruyendo los bosques, los polos, las relaciones humanas y otras cosas bellas. La tecnología nos invade y la soledad nos rodea. Desgraciadamente, llegará el día en el que os acordéis de mi abanico de colores.”
Aquella tarde de otoño volví a recordar a mi abuela y a su abanico. Es cierto que dentro de nuestro paraíso, seguía habiendo vida. Miles de vidas diminutas y maravillosas. Miles de emociones que hacían que viese a mi abuela abanicando y nombrando cada árbol, cada animal, cada aroma. Pero me entristecía pensar que el abanico de mi abuela se había quedado en esos rincones. Al volver a mi ciudad empecé a ver las fábricas que echaban humos, los coches, los atascos, los gruñidos… y desee que mi abuela siguiese abanicando tras mis pasos, con sus mejores deseos e imaginación mientras yo con mi escoba barría aquella deshumanización.
María Almaraz García
Me encanta! No brinco de alegría por si de un mal movimiento entarambuco el abanico.
ResponderEliminarPrecioso María!!! Muchas gracias!!!
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