Hasta hace 6000-3000 años aproximadamente la mayoría de los seres humanos fueron desplazándose por el territorio, garantizando de esa forma su ingesta energética. Los desplazamientos eran cíclicos por un territorio concreto, es decir, que estas poblaciones no eran nómadas. La movilidad surgía de la necesidad de cambiar de lugar una vez que los recursos de la zona habían decaído, bien por su uso o, las más de las veces, por cambios estacionales. No cuando se habían agotado, sino cuando habían disminuido lo suficiente para que compensase moverse.
Probablemente, esto se produciría conforme el tiempo dedicado al forrajeo tuviese que ir incrementándose. Por lo tanto, sería una sociedad que buscaría minimizar su esfuerzo y no maximizar la extracción de recursos. Además, fue una economía que no esquilmó la naturaleza, sino que convivió en equilibrio con los ecosistemas, a los que permitió que se recuperasen.
Los grupos forrajeros paleolíticos han sido calificados de opulentos en el sentido de que, en general, tenían cubiertas sus necesidades universalmente con un mínimo esfuerzo (Sahlins, 1983, 2001). Por una parte, como su economía se basaba en recursos suficientemente disponibles, que por lo general no agotaban, no era de la escasez, sino de la abundancia. Por otra, las “jornadas laborales” podrían ser de 2-6 h (no continuas además) (Sahlins, 1983; Winterhalder, 1993; Fischer-Kowalski y col., 2011). Así, desde el punto de vista de la maximización de la productividad, la población estaba sumamente “desaprovechada”. El hecho de que fuesen capaces de cubrir sus necesidades con poco consumo energético, de tiempo y material, y de que este no fuese al alza durante toda esta etapa histórica, implica que las necesidades humanas son finitas y se pueden satisfacer con un consumo austero.
Estas sociedades no producían excedentes; no porque no pudiesen hacerlo, pues la economía forrajera lo permitía (aunque en menores cantidades que la agrícola), sino porque no les interesaba. Sahlins (1983) da cuatro razones para ello: i) no necesitaban almacenar los alimentos, ya que la propia naturaleza lo hacía en forma de plantas y animales; ii) al moverse, las posesiones eran una carga; iii) el almacenaje de excedentes podría aumentar la población, poniendo en riesgo la supervivencia colectiva; y iv) cazar y recolectar significaba prestigio social y, por lo tanto, no tenía sentido renunciar a estas labores. La mayoría de la historia de la humanidad es la de sociedades que vivían al día con previsión estacional. A pesar de ello, probablemente las sociedades forrajeras no fueron más vulnerables al hambre que las agrícolas, sino todo lo contrario, como veremos. De este modo, podemos decir que la pobreza o, mejor dicho, la miseria es resultado de la civilización posterior sedentaria y acumuladora de excedentes.
Su economía se basaba en la donación y la reciprocidad. En la donación se da sin esperar una compensación, lo que no quiere decir que no existan contraprestaciones en forma de reconocimiento social. La donación es la relación típica de las familias y de las comunidades y, por lo tanto, probablemente fue la más extendida en este amplio periodo histórico. En cambio, en una relación de reciprocidad quien da espera recibir, aunque sea en el futuro, algo más o menos equivalente a cambio. En la reciprocidad fuerte se penaliza a quienes no cooperan (Gintis y col., 2008). Este era un funcionamiento normal en sociedades que estructuraban su identidad como parte de un grupo. También es sencilla en grupos en los que no había personas consumidoras, comerciantes y productoras, sino que todo el mundo hacía un poco de todo. Además, era un mecanismo potente de seguridad frente a posibles problemas de abastecimiento. Esta economía empujaba a la sociedad hacia el igualitarismo y la cooperación (lo que se recibe como regalo es más fácil de compartir, se busca el apoyo mutuo), a lo que se suma que crea tejido social (no hay reciprocidad si hay desconfianza entre los sujetos).
Probablemente, esto se produciría conforme el tiempo dedicado al forrajeo tuviese que ir incrementándose. Por lo tanto, sería una sociedad que buscaría minimizar su esfuerzo y no maximizar la extracción de recursos. Además, fue una economía que no esquilmó la naturaleza, sino que convivió en equilibrio con los ecosistemas, a los que permitió que se recuperasen.
Los grupos forrajeros paleolíticos han sido calificados de opulentos en el sentido de que, en general, tenían cubiertas sus necesidades universalmente con un mínimo esfuerzo (Sahlins, 1983, 2001). Por una parte, como su economía se basaba en recursos suficientemente disponibles, que por lo general no agotaban, no era de la escasez, sino de la abundancia. Por otra, las “jornadas laborales” podrían ser de 2-6 h (no continuas además) (Sahlins, 1983; Winterhalder, 1993; Fischer-Kowalski y col., 2011). Así, desde el punto de vista de la maximización de la productividad, la población estaba sumamente “desaprovechada”. El hecho de que fuesen capaces de cubrir sus necesidades con poco consumo energético, de tiempo y material, y de que este no fuese al alza durante toda esta etapa histórica, implica que las necesidades humanas son finitas y se pueden satisfacer con un consumo austero.
Estas sociedades no producían excedentes; no porque no pudiesen hacerlo, pues la economía forrajera lo permitía (aunque en menores cantidades que la agrícola), sino porque no les interesaba. Sahlins (1983) da cuatro razones para ello: i) no necesitaban almacenar los alimentos, ya que la propia naturaleza lo hacía en forma de plantas y animales; ii) al moverse, las posesiones eran una carga; iii) el almacenaje de excedentes podría aumentar la población, poniendo en riesgo la supervivencia colectiva; y iv) cazar y recolectar significaba prestigio social y, por lo tanto, no tenía sentido renunciar a estas labores. La mayoría de la historia de la humanidad es la de sociedades que vivían al día con previsión estacional. A pesar de ello, probablemente las sociedades forrajeras no fueron más vulnerables al hambre que las agrícolas, sino todo lo contrario, como veremos. De este modo, podemos decir que la pobreza o, mejor dicho, la miseria es resultado de la civilización posterior sedentaria y acumuladora de excedentes.
Su economía se basaba en la donación y la reciprocidad. En la donación se da sin esperar una compensación, lo que no quiere decir que no existan contraprestaciones en forma de reconocimiento social. La donación es la relación típica de las familias y de las comunidades y, por lo tanto, probablemente fue la más extendida en este amplio periodo histórico. En cambio, en una relación de reciprocidad quien da espera recibir, aunque sea en el futuro, algo más o menos equivalente a cambio. En la reciprocidad fuerte se penaliza a quienes no cooperan (Gintis y col., 2008). Este era un funcionamiento normal en sociedades que estructuraban su identidad como parte de un grupo. También es sencilla en grupos en los que no había personas consumidoras, comerciantes y productoras, sino que todo el mundo hacía un poco de todo. Además, era un mecanismo potente de seguridad frente a posibles problemas de abastecimiento. Esta economía empujaba a la sociedad hacia el igualitarismo y la cooperación (lo que se recibe como regalo es más fácil de compartir, se busca el apoyo mutuo), a lo que se suma que crea tejido social (no hay reciprocidad si hay desconfianza entre los sujetos).
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